Rubén Monasterios
APOLOGÍA DE LA
FLATULENCIA
Los
latinos llamaron peditum (apéndice, rabito), y en un lenguaje más
elegante crepitus ventris (crepitación o ruido del vientre), lo que en
castellano moderno significa “ventosidad que se expele por el ano” (Sopena), y
se designa con una variedad de nombres, entre otros: pedo (definición dada, en
la primera acepción del término), flato (“acumulación molesta de gases en el
tubo digestivo”, 1ª. acepción), meteorismo (“abultamiento del vientre por gases
acumulados en el tubo digestivo”), cuesco (en su 2ª. acepción, “pedo ruidoso”), neuma (del griego neuma, espíritu,
soplo, aliento; cultismo por analogía);
y los vulgarismos más o menos locales, que son metáforas funcionales o
formales: viento, vapor, pluma. Ventosear, ventear, peer o pear –palabra del
habla común no aceptada por la
Academia – y peir, en castellano antiguo, son verbos
que designan la acción de expeler los gases intestinales. Flatoso, flatuoso,
ventosero, pedorrero, pedorreta, pedorro, designan al sujeto de la acción; se
dicen en particular de aquel que los emiten frecuentemente y sin aprensión.
Pedorreta es el sonido que se hace con la boca, imitando al pedo, usualmente
con propósito desaprobatorio. La forma peo no figura en los diccionarios
de la lengua ni siquiera como venezolanismo, aunque Corominas y Pascual la
reseñan como vulgarismo antiguo; tampoco la considera Rosenblat en Buenas y malas palabras
(Estudios sobre el habla de Venezuela); omisión notable por ser término de
uso corriente y el más generalizado para nombrar al pedo en nuestra parla
coloquial desde tiempos pasados. El Maestro se refiere a él apenas
tangencialmente, en el artículo Tratado general de la rasca (Ob. Cit.,
II. Ed. Monte Ávila, 1989. P. 13) y sólo
en su acepción de borrachera: “Está peado” o “Está peísimo”, destacando que son
“expresiones muy groseras”. Usado en femenino significa lo mismo, como en
“tener una pea” y “dormir la pea”; así se dice en una canción popular jocosa
del Oriente venezolano: “¡Ah!, cuerpo cobarde, / cómo se menea. / Yo cargo una
pea / que Dios me la guarde”. Figura en Diccionario del habla actual de
Venezuela (Rocío Núñez y F.J. Pérez. UCAB, l994): “Peo m 1 coloq
Discusión o pelea. / 2 coloq Reprensión. // armar un... coloq
Regañar o reprender a una persona con dureza”; y en el mismo sentido en que lo
reporta Rosenblat. Se apreciará que entre venezolanos, peo es un término
polisémico, que lo mismo quiere decir lo dicho, como riña, escándalo, problema
y otras asociaciones análogas; de hecho, es una palabra “comodín” usada en
expresiones como “yo no quiero peos” (no
quiero problemas) y “estoy metido en un peo”; “le formó –o armó– un soberbio
peo” (le hizo un escándalo, le dijo unas
cuantas verdades, etc.), “deja el peo” (deja de fastidiar, de enredar las
cosas, etc.), entre otras; de aquí que,
en nuestro ambiente, al calificar a alguien de “peorro”, de usar el término en
la acepción admitida por la
Academia de la
Lengua para pedorrero, queremos dar a entender que es un individuo capaz de originar una “muchedumbre
de ventosidades expelidas del vientre” (Ob. cit.), o “que frecuentemente y sin
reparo expele ventosidades del vientre” (Casares); o que es un formador de
peos, esto es, que se trata de un sujeto en alguna medida conflictivo; aunque
lo más probable es que a primera oída lo entendamos en este último sentido
vernáculo.
Reseñamos las denotaciones populares
del término “peo” en sus acepciones de conflicto y borrachera como simples
puntos de referencia y a propósito de señalar que no nos interesan en absoluto;
en efecto, esta Apología está exclusivamente consagrada al pedo o peo en cuanto
fenómeno biofisiológico. Admítase esta obra como un modesto aunque sincero
reconocimiento rendido al mismo, así como a los timpanosos, ventoseros, neumatosos,
meteoristas, petogénos, petófilos, rinofleristas del flato, eproctofílicos,
proctólogos, petómanos y petólogos del mundo.
▬oOo▬
La repulsión por las ventosidades es un condicionamiento cultural, un
asunto que sólo tiene como base el capricho y el humor de los hombres, y es una
actitud moderna. La sabiduría de los antiguos los llevó a celebrar el pedo (del
latín peditum) y hasta a asignarle un
dios; entre los romanos Crépitus
–de donde proviene su nombre científico, crepitus ventris– fue el dios de las ventosidades; pero la
adoración de los pedos viene de tiempos más remotos, de los egipcios; el nombre
de su dios era Krep-ra; ambos pueblos, egipcios y romanos, le rendían culto
expeliendo eructos y ventosidades en las fiestas; muchos otros pueblos antiguos
igualmente lo reverenciaron. Para los griegos de los tiempos clásicos el pedo,
lejos de ser indecente, encerraba la más perfecta y majestuosa manifestación de
respeto de la persona hacia un superior, fuese rey o sacerdote; y entre ellos gozaban
de alta estima los augures que practicaban la petomancia, o adivinación del
futuro por los flatos. El semidios Hércules
realizó varios de sus famosos trabajos gracias a sus formidables peos;
por ejemplo, logró mediante un flato
titánico la limpieza de los establos del rey Augías, en los que no habían
recogido el estiércol por años y cuyo apestoso hedor infectaba todo el
Peloponeso. Cuenta Homero que cuando el
viento no lo favorecía, Ulises largaba flatos contra las velas de su navío,
cuescos épicos que las hinchaban y lo hacían avanzar cientos de millas. Los moabitas
rendían culto a Baal-peor
emitiendo flatos colectivos luego de colocarse en la posición del orante
mahometano con el fundillo orientado hacia la imagen del dios. Y el Antiguo
Testamento (Jueces) narra las hazañas
de Sansón, que barría ejércitos de filisteos con sus ventosidades; también se
le atribuye la invención del
lanza-llamas, un arma usada por los judíos que les dio superioridad
sobre sus enemigos. Era Sansón un hombre
voraz y gracias a su desmesurado apetito lograba el efecto al que se refiere el
hecho; se hartaba de nabos, alcachofas, coliflor, brócoli, repollo, colecitas
de brucelas, pimentón, ajos, cebolla, pepino, puerros, frijoles, lentejas y
coles la noche previa a una batalla; en el momento decisivo del curso de la misma, se ponía en popa, desnudo,
ante una hoguera y se tiraba peos monumentales, los verídicos ciclo-peos. Al
pasar la ventosidad por el fuego se incendiaba,
formando una masa ígnea devastadora. De haber vivido Sansón doce siglos
más tarde, en los tiempos de la expansión imperialista romana, estos no habrían
podido dominar a los hebreos.
Parecerán estas cosas exageraciones propias de las mitologías, sin embargo, no
perdamos de vista que en todo mito, leyenda o conseja hay un fondo residual de
verdad; la ciencia moderna ha comprobado
que el gas intestinal humano contiene skatol, oxígeno,
nitrógeno, dióxido de carbono, ácido butírico, sulfuro de hidrógeno
(responsable del olor a huevos podridos), disulfuro de calcio, metano e
hidrógeno, los dos últimos, fluidos inflamables; cualquiera puede comprobar el
efecto soltando una potente ventosidad ante un vela o mechero; y existe evidencia
testimonial del uso bélico del poder del flato: el almirante Nelson, un héroe
moderno nada mitológico sino rigurosamente histórico, disparaba peos que
hundían barcos; claro, barcos pequeños. Los anales petológicos registran el
caso de un sujeto conocido como el Crepitante, dotado de la capacidad de hacer
sentir sus peos en todo un estadio, dejando el ambiente impregnado con su olor durante semanas; un teatro fue
clausurado debido a que el hedor de una de sus ventosidades no se disipaba; una
década después, todavía se percibía en su entorno; también se le atribuye el
haber ganado una apuesta al llenar con
sus vientos intestinales la cisterna de uno de esos camiones usados para
transportar gases.
A propósito de valorar en sus justos términos esas proezas; considérese
que los seres humanos normales producimos, en promedio, unos seiscientos mililitros de gas intestinal
al día, apenas lo suficiente para inflar un balón de fútbol; y que los pedos
son de aroma efímero: no duran más de dos minutos; algunos muy especiales,
hasta cinco minutos; su radio de
influencia es breve: dejan de sentirse a
partir de los quince metros a la redonda;
El emperador Claudio promulgó en el año 41 el edicto Flatum crepitumque ventris in convivio
mettendis; establecía en ese documento cómo debían expelerse las
ventosidades durante las comidas. Tomó esa sensata disposición al saber que
algunas personas de su corte, movidas por el respeto, preferían morir antes de
ventearse en su presencia, y reconociendo que dicha retención atormenta hasta
el momento de expirar a causa de horribles cólicos.
En la Edad Media, de acuerdo al derecho feudal, el señor podía exigir a
sus siervos el tributo de pedo y medio por año; y en Inglaterra un vasallo
debía ejecutar ante el rey, todos los días de Navidad, un salto, un eructo y un
pedo. Los nobles de la corte de Luis XV se peaban en público y cada vez que el monarca largaba un pedo los
cortesanos presentes lo celebraban con
risas, aplausos, gritos de júbilo y la tradicional exclamación: “¡Vivat le Roi!, ¡Vivat le Roi!”;
recibir un pedo del rey era mejor que
una bendición; los excrementos del monarca se vendían a precio de oro, porque
se creía que tenían propiedades curativas...
Fue con el inicio de la Edad
Moderna cuando alcanza su clímax la reprobación social del pedo. Con el triunfo
de la Revolución Francesa, esas sanas y elegantes costumbres empezaron a verse
despreciables, por ser propias del Antiguo Régimen; los curas revolucionarios,
que no faltaron, anatemizaron la
flatulencia diciendo de ella que era la voz y el olor del Diablo; la nueva sociedad condenó
los cuescos y llevó a cabo la más
ensañada represión de los pedorreros y petófilos, señalados como enemigos de la
Revolución. Los adulantes más corrompidos del entorno del nefasto y vesánico
Robespierre, elaboraron listas de ellos; circulaban por todos los despachos
públicos, a propósito de impedir a los infelices ventoseros toda gestión social
y de facilitar su persecución por el canallaje revolucionario. La represión llegó al extremo durante el
Terror; entonces la simple sospecha de haber exhalado un flato en público era
suficiente para llevar a un hombre a la guillotina.
La tendencia antiflatuléntica radicalizada con la Revolución Francesa, y
todavía hoy propugnada por educadores y movimientos ecologistas, en realidad empieza
a cobrar forma en Europa a mediados del
s. XV, muy probablemente debido a la influencia de la obra del humanista Erasmo de Rotterdam, el ensayista
de temas cívicos más popular en la Europa de esa época. Fue Erasmo uno de los acérrimos enemigos de las ventosidades; las
condenó en su tratado De civilitate morum puerilium (1528), dedicado
al entrenamiento social de los párvulos; ahí acuña la frase “una tos para tapar
un pedo”, convertida en aforismo universal que hace mofa de los ridículos
esfuerzos de la gente por disimular lo inocultable. “No es socialmente
admisible valerse de triquiñuelas, como toser, mover la silla, mirar
desaprobatoriamente al perro, como culpabilizándolo, o hacerse el loco para disimular un cuesco; es
imposible, porque si no suena, hiede, y con harta frecuencia hace las dos cosas”…
–afirma Erasmo, y a continuación incurre
en la siguiente irresponsabilidad– “en aras de la civilidad, lo que debe hacer
el niño bien educado es retener los gases comprimiendo el vientre para no ofender
a las personas presentes”. Erasmo sentó
la pauta continuada por todos los demás autores de manuales de urbanidad y buenas costumbres del
mundo; entre ellos, el venezolano Manuel Antonio Carreño, autor del más
conocido de esos textos didácticos, de enorme influencia en la educación de los
niños de América en el siglo diecinueve. Sin lugar a dudas, Carreño es uno de
los principales culpables de la repugnancia
por los flatos.
Tanto como detractores, también
siempre ha habido campeones del pedo. El
genial Honorato de Balzac declaró una vez que él era tan famoso, que podía
permitirse cualquier cosa en sociedad, incluso tirarse un peo, y la gente lo toleraría
y hasta lo festejaría. Camilo José Cela
llegó más allá y llevó a la práctica lo dicho por Balzac como una simple suposición;
Cela se peaba en cualquier parte con el mayor desparpajo, alegando que reprimir
las ventosidades intestinales ocasiona daño cerebral. Una de las mejores anécdotas suyas gira en torno a un
cuesco... Estando sentado en un banquete
al lado de una dama que le caía muy mal, el Premio Nobel se tira un sonoro
pedo; a continuación le dice a la señora, a media voz, pero lo suficientemente
alto como para ser escuchado por los comensales del entorno: “No se preocupe,
señora, diremos que he sido yo”.
Lo del daño cerebral alegado por
Cela, es verídico: lo saben los doctores desde tiempos remotos. Hipócrates, el
padre de la medicina, advirtió contra la nociva práctica de retener los peos;
el sabio Quintiliano lo expuso claramente en uno de sus tratados: “Un pedo que,
para salir, ha realizado esfuerzo vano trasladando su ímpetu a las entrañas
desgarradas, a menudo causa la muerte”. Tirarse pedos es un recurso salutífero
del organismo para prevenir numerosas
enfermedades: dolor hipocondríaco, furor uterino, cólico, pasión idílica y
¡pare usted de contar! Cuando reprimimos los flatos, o algo entorpece su
salida, deben dar vuelta y atacan directamente al cerebro, y como efecto de la
enorme cantidad de vapores que transportan, corrompen la imaginación y vuelven a
la persona melancólica y frenética.
Afortunadamente,
en la modernidad nadie está obligado a soportar esos agobios; de fallar la
farmacología antiflatuléntica, la ciencia pone a disposición de quien quiera
usarla una prenda íntima confeccionada en 1935 por Coco Chanel, a partir del
diseño del proctólogo austrohúngaro Biela Weimar; su propósito es ayudar a las
personas afectadas por incontenentia
crepita pestiferum, o sea, por la incapacidad de retener sus gases
intestinales pestíferos. Es una especie de calzoncillo cuya parte trasera, hecha de un
material especial, opaca el sonido de los cuescos; va provisto de un filtro en
ese mismo lugar para evitar la difusión de su aroma. Desde luego, sólo controla
las flatulencias normales; nada puede hacer tratándose de pedos wagnerianos.
Celebridades
como Balzac y Cela se valieron del pedo
con el propósito de épater le bourgeois, que es
una manera elegante de decir: joder al apacible vecino; en tal propósito
también ejemplifican el uso del viento
orgánico como recurso para alterar el orden; en efecto, es un medio de
protesta; simular vocalmente un pedo es una manera tajante de expresar repudio por un personaje público; dejar escapar un
sonoro viento detiene la
verbosidad y libera la asamblea del agobio de un orador de esos que prolongan indefinidamente su discurso
soporífico. ¡Nadie se atreve a continuar
una perorata después de ser interrumpido por un
buen pedo! Como suele ser celebrado con risas, el personaje más solemne
y pomposo pierde su gravedad ante el hilarante acontecimiento; su sonido
armonioso e imprevisto disipa el aletargamiento de los espíritus y el olor
puede dispersar la más compacta reunión.
En
la protesta específicamente política, el papel del vapor intestinal es
invalorable; de hecho, es un vero
símbolo de la libertad. Tal cualidad del flato fue reconocida por los
estoicos, los más refinados entre los filósofos griegos; convencieron a sus
adversarios que la democracia sólo se consolidaba de suspenderse la represión no sólo de los pedos, sino también
de los eructos.
En
sentido opuesto, el pedo y su pariente cercano, el eructo, también son
significantes de satisfacción; entre los chinos pearse y eructar son las formas más correctas de expresar a
los anfitriones profunda gratificación y
agradecimiento por una comida opípara, y son gestos que todo el mundo celebra con alegría.
No
es necesario remontarnos a tan remotas latitudes para encontrar normas sociales
semejantes; en Venezuela son propias de los marabinos o maracuchos, y de los zulianos en general, tanto que exaltan la
costumbre en una de sus formas de canción folclórica, la gaita; citamos algunas estrofas de una de las más significativas,
titulada ¡Mirá, mirá, maracucho!:
(Estribillo)
Mirá, mirá, maracucho,
este viento de Perucho!
¡Mirá, compadre Perucho,
los peos del
maracucho!
¡Mirá, mirá, que son muchos
los amigos maracuchos
que aplauden al que se pea!
y aunque usted no me lo crea,
que no ven como exabrupto
la producción de un eructo.
Doce peos y tres eructos
brotados por los conductos,
pa’ el zuliano son
certeza
de energía y
fortaleza;
así muestran su contento
por el abastecimiento.
¡Y al complacido anfitrión
llenan de satisfacción!
Viene a ser evidente la estrecha
relación entre el pedo y el eructo; son, como dijimos, parientes cercanos,
aunque con relevantes diferencias; la más obvia radica en los orificios por donde se
produce la emisión; una ingeniosa cuarteta del acervo
folclórico los alude en los siguientes términos:
El eructo,
siendo más galano,
es un viento que sale por la
boca
en tanto el pedo, que no es tan ufano,
es un aire aventado por el ano.
Y en esos ingenuos versos también
se hace sentir un prejuicio
generalizado: atribuyen al eructo la cualidad de “más galano”, vale decir, más distinguido, más elegante… en resumen, le
confieren un estatus por alguna razón
superior al del pedo. Es un hecho que la gente común soporta al primero mejor
que al segundo, quizá debido al sitio
por donde salen, por cuanto, exceptuadas las mujeres islámicas
fundamentalistas, la boca se exhibe inevitablemente; siendo bella, es un componente notable de la
estética facial, y en tal sentido es un reclamo sexual a primera vista, en
tanto el ano, por la propia configuración anatómica de los primates, aunque es
un precioso agujerito “húmedo y contráctil”, como lo acota Neruda, está
escondido, y de él se desprende un olor desagradable para los melindrosos; sin embargo, a partir de que el eructo salga
por la boca, no debemos colegir su superioridad ante el pedo; lo cierto es que
desde toda perspectiva el flato es mucho más valioso, tal como se pone de
manifiesto en este ensayo; incluso, es más poético; Antonio Machado lo definió
en Soledades, en los siguientes
término: “El pedo es una voz interior que
no podemos evitar escuchar”; jamás se ha escrito tan sublime frase respecto al
eructo.
También viene a lugar tomar
en cuenta que con el eructo no tiene sentido la más placentera de las
combinaciones fisiológicas: orinar y largar un viento al unísono. “Mear sin
tirarse un buen peo, es como ir a la playa y no ver el mar”, es una sentencia
popular; al respecto, existe un aforismo de los antiguos fisiólogos que reza:
Mingere cum bomba res
Gratíssima lumbis est.
(Mear
tirándose un peo, gratísima cosa es.)
Existen
otras diferencias más trascendentes, inherentes al proceso de su generación,
consecuente configuración y desarrollo en el organismo. El eructo es un simple
gas estomacal; ocasionalmente, es un síntoma de enfermedad gastroesofágica,
pero por regla general consiste en la devolución a la atmósfera del aire que
uno traga al comer y beber; en consecuencia, no añade nada al ambiente.
El
pedo, en cambio, además de aportar a la atmósfera materia gaseosa nueva y de enriquecer el
entorno inmediato con sus olores y sonidos, es gas intestinal, y responde a un conjunto
de fenómenos bioquímicos y fisiológicos mucho más complejos; lo produce la
combustión del bolo alimenticio cuando ocurre la asimilación de los alimentos; aquellos no digeridos en el estómago e intestino delgado, llegan al intestino grueso, donde ese material puede
originar la flatulencia debido a la fermentación por levaduras simbióticas, por
la acción de bacterias y otros microorganismos que viven en el tracto
intestinal de los mamíferos, y de las partículas aerosolidificadas de sus
excrementos. En resumen, la hediondez
propia de la flatulencia se debe, en
lo esencial, a la putrefacción de alimentos que no son digeridos, y por esa razón, no son del todo
absorbidos e incorporados a nuestro
organismo. ¡Cómo comparar tan extraordinario fenómeno con la simpleza que es el
eructo!
Tampoco
son parangonables en sus respectivas dinámicas; véase la siguiente descripción
de la propia del flato debida a Skorpios, un fisiólogo griego del s. IV a.C.; como
solían hacerlo los filósofos y demás
científicos de la Antigüedad, Skorpios expone el saber en verso, y lo dice con
tan apasionado aliento que recuerda el Sturm
und Drang del romanticismo alemán; no obstante, la ciencia moderna considera su descripción
del todo válida:
El pedo es…
Un
vórtice de aire comprimido
que buscando la adecuada forma
de escapar de donde yace retenido,
en pestífera bomba se transforma:
hincha y recorre el tubo enfurecido,
hasta que al fin, origina el beneficio
de salir, silencioso o con ruido,
cuando encuentra al cabo el orificio
que al terminar el tubo tiene todo ente,
sea tal individuo animal, o gente.
El
falto también es un excelente aliado del humor; el peo en sí, ya es cómico, y
los chistes que lo aluden se cuentan entre los más agudos; a manera de
ilustración, recordemos un par de ellos, de los clásicos:
Alguien pregunta: “¿Sabe usted por qué huelen
los peos?” El interrogado responde: “Bueno, por los gases pestilentes que
contienen”… “¡No!” –replica el primero–. “Es para que los sordos también puedan gozar de ellos”…
A la señora encopetada se le escapa un viento en plena reunión
social, al momento en que su mayordomo sirve el té. Dice ella entonces: “James,
¡detenga eso!”, pretendiendo atribuir el desaguisado al mayordomo, y este,
impávido, le responde: “Si, mi señora, de inmediato... ¿Podría indicarme hacia
dónde lo ha lanzado?”
El
pedo ocupa espacio importante en las religiones modernas; en el contexto del
cristianismo, se practicó por siglos el
ritual conocido como risus
paschalis; consiste en que durante la misa de Pascua el sacerdote decía y
hacía toda clase de indecencias durante el sermón; cualquier extravagancia
resultaba válida: remedar personajes notables o animales, contar chistes obscenos,
aparentar el acto sexual con un cómplice disfrazado de obispo, simular la
masturbación, levantarse los hábitos y mostrar los genitales y el trasero, y
tirarse pedos; la explicación más aceptada por los teólogos de esta insólita
práctica es que con ella se pretendía alegrar a la feligresía luego del período de tristeza de la cuaresma. Los
protestantes le rinden reverencia al flato, considerándolo un don divino, a
partir de que, según sus tradiciones, Martín Lutero, viéndose acosado por el
Diablo, lo ahuyentó con un pestífero pedo.
La
ausencia del flato en las artes plásticas la explica la naturaleza etérea e
intangible del fenómeno, sin embargo, una hipótesis propuesta por el criptopornólogo[1]
e historiador del arte Lucian Rizzo, sugiere su presencia, en forma larvada, en
algunas obras maestras, entre ellas la más notable El
nacimiento de Venus (1482-1484), de Sandro Botticelli; en este cuadro
figuran cuatro personajes, el central es Venus; a la izquierda de ella, una de
las ninfas Horas; a su derecha, suspendidos en el aire, el dios Céfiro, y una
de sus esposas, Cloris; representa a Céfiro en la acción de soplar con fuerza
hacia la espalda de Venus… ¿Por qué precisamente Céfiro, dios del viento
del oeste?, ¿y porque sopla hacia la
espalda de la recién nacida diosa?, se pregunta el investigador; según
otros exégetas del cuadro, lo hace para impulsar hacia la costa la concha que
transporta a Venus por el mar en el que ha nacido. Rizzo hurga más a fondo en
el contenido del cuadro; su hipótesis
supone en la presencia de Céfiro una
clave secreta, una metáfora del flato, y que el propósito de su acción es dispersar un pedo exhalado por la diosa, y a
la vez dar a entender que sus ventosidades son apacibles, serenas,
purificadoras, tanto como lo es el viento del oeste, personificado por él, portador de la primavera. Soporta la hipótesis
de Rizzo el hecho de que no se trata de cualquiera de los cuatro dioses de los
puntos cardinales, sino de Céfiro, dios
del viento del oeste; y el oeste es “el lado opuesto” al del nacimiento del Sol,
en otras palabras, es “la parte de atrás”; Céfiro es un viento del trasero. En
el mismo sentido, no deja de ser significativo que en La Primavera (1482) también aparezcan Venus y Céfiro; alguna
secreta significación debe tener esa insistencia de Botticelli de asociar a
esos personajes.
Los
pedos de la zarina Catalina la Grande inspiraron a Tchaikovski su magistral Obertura
l8l2; los cañonazos con los que culmina la pieza son un homenaje rendido a
ellos. O’ Donnegan, biógrafo de Beethoven, insinúa que los primeros compases de
su 5ª Sinfonía fueron inspirados por los pedos que se echó después de un
hartazgo de morcilla y rodilla de cochino ahumada trasegadas con cerveza.
Pero
es en las artes de la performance en la
que el flato ha dejado la huella más indeleble; su presencia en la escena
alcanza el esplendor en los cabarets y café-conciertos de la Bella Época, con
los artistas genéricamente llamados petómanos. Hoy en día son una curiosidad
histórica, pero lucieron su arte en los espectáculos de variedades europeos de
finales del siglo diecinueve; no pasaron de esa época, ¡lástima! En la
modernidad solamente existe uno, el Señor Metano, conocido como “Dios del Gas”,
es un showman inglés, heredero del
célebre farter británico Tom Hardy. El Museo de Ciencias de Londres
recurre a él para demostrar a los niños el viaje de la comida a través del
sistema digestivo. El artista declara que cuando actúa en un lugar cerrado, el
olor obliga a los espectadores a taparse la nariz.
La Historia recuerda algunos de los más famosos peadores, entre ellos el
francés Joseph Pujol, apropiadamente llamado Le Pétomane, introductor de
este arte en los escenarios nocturnos y durante muchos años principal atracción
del café-concierto El Elefante, adyacente al inmortal Moulin Rouge, y la graciosa
“Dama Petómana” Deomenne Clusson. Estos
artistas eran músicos que tocaban
instrumentos de viento, pero en vez de
soplarlos con la boca, lo hacían con el culo; a tal efecto se introducían por
detrás un tubo de goma que conectaba su ano con la boquilla del instrumento;
mediante enérgicas presiones
ventrointestinales impulsaban la columna de aire que salía por el esfínter
adecuadamente relajado, pasaba por el
tubo y llegaba al instrumento.
En stricto sensu, el petómano no “hace de su culo un instrumento”, como se ha dicho impropiamente,
comparándolo con el cantante, que al entrenar su aparato vocal se vuelve instrumento humano viviente; lo suyo es el
uso de una técnica de interpretación diferente a la convencional de un
instrumento de viento, que el artista tañe digitalmente como cualquier otro
ejecutante.
Un caso diferente es el del musicien
des posterieur medieval, también
llamado traserista, una variante del mester de juglaría, cuyos oficiantes
desarrollaron la asombrosa habilidad de interpretar melodías sencillas valiéndose exclusivamente
de su aparato gastrointestinal, en particular, del entrenamiento de su ano; San Agustín, en La ciudad de Dios, reporta en términos
laudatorios a esos entretenedores que “han tomado tal comando de sus
intestinos, que pueden tirarse continuamente pedos a su voluntad, de manera que
producen el efecto de una canción”. Estos
artistas sí hicieron “de su culo un instrumento” y se transformaron en
instrumentos humanos semejantes a los cantantes, con la única diferencia de que
mientras estos emiten el sonido por el orificio inicial del tubo digestivo,
aquellos lo hacen por el terminal.
En raros espectáculos de
variedades todavía se exhiben herederos de este difícil arte; en la década de
los setenta, fue famosa en el mundillo del freakshow
europeo María Laforte; por su virtuosismo al melodizar en forma de flatulencias
piezas musicales complicadas, recibió los renombres de “La mujer de la alondra
en el trasero” y “La María Callas del pompi”.
El dispositivo utilizado por los
petómanos es similar a uno desarrollado por el doctor venezolano Otrova Gómas, a
partir del antes mencionado debido al
doctor Weimar; Gómas lo describe en su obra El jardín de los inventos (1983). Se trata del flatoconductor ano-nasal, un calzoncillo ajustado, con un tubo de
goma que se desprende de esa pieza por el lado del fondillo y termina en una
mascareta que el usuario se aplica en la nariz; originalmente fue un recurso
científico, en el marco de un experimento destinado a medir la resistencia humana a sus propios gases intestinales; el
artilugio traspasó los límites académicos y vino a ser conocido por la gente
común; se vende en tiendas especializadas y los ociosos lo usan para disfrutar
de sus ventosidades; lo cual es una práctica ampliamente generalizada, que las
personas llevan a cabo cubriéndose con una sábana; un procedimiento muy poco
eficiente, sea dicho al desgaire, por cuanto no impide la difusión del neuma;
en cambio, el artefacto citado lo concentra y posibilita gozar del viento
intestinal íntegro, hasta la última molécula del efluvio; de aquí su
popularidad entre los rinopetófilos.
Los petómanos por lo general tañían flautas, el oboe y otros de sonido delicado… Pero se
dice que Joseph Pujol era capaz de tocar también el trombón, la trompeta y
hasta la tuba wagneriana. Podría suponerse que sólo los provistos de intestinos
potentes tendrían la capacidad de hacer sonar una de esas tubas, no obstante,
se trata menos de fuerza y más de habilidad y de cierto truco; el secreto bien
guardado de esos artistas consistía en que se aplicaban un sustancioso enema de
tabaco poco antes de salir a escena.
Porque la lavativa de una infusión de tabaco en rama bien concentrada origina
una acumulación formidable de gases en los intestinos; sin ser músicos, muchos recurren a los enemas
de tabaco por el sólo placer de ponérselos y de expulsar a continuación
nutridas ventosidades. El filósofo Voltaire se cuenta entre los notables en la
Historia aficionadas a dichas lavativas; Napoleón Bonaparte fue otro; fueron
clistófilos.
Los
efectos salutíferos, petógenos y excitantes del enema de tabaco se conocen
desde tiempos remotos; todavía hoy lo usan con propósito terapéutico los
médicos naturistas, y como recreación los eproctofílicos. Los galenos de antaño
observaron que dichas lavativas, además
de aliviar males como dispepsia, gastritis, estreñimiento y otras enfermedades,
originaban en la persona estados de euforia; inicialmente lo atribuyeron a las
cosquillas y otras inquietantes sensaciones en la fosa rectal debidas a la
introducción de la cánula y del líquido, sin embargo, hoy sabemos que tanta
alegría, si bien responde en parte a esos efectos placenteros de naturaleza
mecánica, en lo primordial se debe a razones bioquímicas: a la acción de
agentes químicos del tabaco sobre nuestro sistema nervioso.
Los efectos reseñados nos llevan a
forjar un sueño: que en las reuniones sociales, de negocios, políticas o de cualquier otra índole, en vez de
consumir el tabaco fumándolo, la gente se administrara recíprocamente lavativas
de tabaco y después descargara ristras de flatos de todos los tonos sonoros y
olores. Así reinaría el buen humor y la cordialidad... ¡Todos nos amaríamos los
unos a los otros! Quizá no pase de ser una utopía; de
realizarse, con toda seguridad la humanidad sería diferente.
La
petomúsica ha perdido vigencia como espectáculo, pero se practica en ambientes
privados, muy discretos en sus actividades; refinados círculos de uranistas de todo
el mundo, incluso de Caracas, organizan recitales petofónicos reservados para entendidos e iniciados.
Son
escasos los compositores eminentes atraídos por esta técnica de interpretación;
el único realmente notable es Stravinski; su interés por el género nace de su
enamoramiento de la en sus días famosa petómana Deomenne Clusson, a partir de quedar
asombrado tanto por su virtuosismo, como por su seductor trasero en forma de
manzana, al presenciar su performance en un café-concierto de París; para ella
compuso la obra conocida por la posteridad como Canon para dos tubas (1918), originalmente titulada Canon para dos petómanos, un dueto
escrito para tubas interpretadas mediante la técnica petomusical, con la
intención de hacer él la segunda voz; ocurrió que su entrañable amigo, el pianista Paderewski –de gran influencia sobre
el autor de El pájaro de fuego, quien
le debía agradecimiento por haberlo curado de un ataque de impotencia–, le
reprochó agriamente el “desvariado propósito” de presentarse como petómano:
“¡Deje esas cosas para Diaghilev, que es marico!”, le dijo, y también lo obligó
a cambiarle el título (I.J. Paderewski, Memorias,
1940). Otro autor de menor resonancia es
el alemán nazi A. von Kitshen, autor de la cantata Über
alles lieben Hitler para coro de hijos de puta y orquesta de petómanos; una
obra del todo olvidada; por lo general, se han hecho para esa modalidad de interpretación
transcripciones de piezas compuestas para otros instrumentos solistas.
Se
cree que la última exhibición de un número petómano en la historia de las variedades fue en 1961,
en un cabaret en Berlín, a cargo de la artista tailandesa Yingluck Abhisit-tai,
que además de pear como los ángeles, bailaba. Tañía una flauta dulce e interpretaba pasajes de
las piezas ligeras de Beethoven: Para Elisa, las bagatelas, las danzas,
algo de una sonata…
No
está ausente el pedo en la inspiración popular, en la canción romántica por
excelencia de la región del Caribe, el bolero; véase este ejemplo:
Quejido de amor
Y es que
al estar un culo enamorado
por la pasión intensa, quebrantado,
deja escapar un quejido silente
que tan sólo por el olor se siente.
Si no responde a su súplica el amado
el pobre culo quedará desgarrado
como efecto de un pedo imponente
que exhalará cual aullido inclemente
para llamar la atención del desalmado
que a ese culo infeliz ha despreciado.
No cabe duda si ocurre algún bullicio
porque de pedo, eso es claro indicio.
Pero, cuando se trata de sutil silbido:
¿es un peo, o gemido de corazón herido?
Sorprenderá al lector saber que su autor es el legendario Agustín
Lara; pretendía con ese bolero hacer una humorada escatológica; al
interpretarlo por primera vez en el cabaret Baccarat de Ciudad de México, en 1928,
para su infortunio, ante un público de ruda sensibilidad, y la gente se escandalizó; un sujeto lo asumió como una ofensa personal y
lo agredió, causándole una herida en la cara; Lara no lo cantó más nunca y la
experiencia marcó su rumbo artístico: a partir de ella decidió distanciarse del
elevado vuelo poético revelado en esa pieza, y dedicarse solamente a componer los
boleros cursis que cimentaron su fama. La música original se ignora; pero el cantautor
portorriqueño Ricky Martin le puso una
de su autoría; ha rehusado grabarlo; lo interpreta exclusivamente en recitales privados.
No se han quedado atrás nuestros hermanos argentinos
en la celebración del flato en el género melódico-cantable emblemático
de su nacionalidad, el tango; aunque el siguiente se toma como anónimo, los
estudiosos del arte popular de ese país atribuyen la letra a Carlos Gardel, a partir del dato biográfico,
verificado por numerosas testigos, de la inclinación rinoflerista del Zorzal
Criollo:
El placer supremo
Nútrela con manjares suculentos
de los que tienen efectos flatulentos,
espera el inicio de la combustión
de los manjares, o sea la digestión:
es el momento de llevarla al lecho.
Haz que se tienda sobre su pecho
y que te ofrezca lo más señero
de su cuerpo: el soberbio trasero.
Pon un cojín bajo de sus caderas
de modo que levante las esferas.
Quizá ella espere, atemorizada,
que por ahí, va a ser penetrada,
o sea, una potente sodomización.
¡Será equivocada esa suposición!,
porque su amante es un rinoflerista:
de ventrales aromas, fetichista,
y sólo pretende tener la sensación
de la más exquisita degustación
al hundir entre los globos, su cara,
aspirando el placer que le depara
el efluvio enervante y divino
que se desprende de su intestino.
A todo lo largo de la
Historia los escritores han rendido tributo a la flatulencia; la referencia
literaria más temprana se encuentra en una tablilla sumeria (2500 a.C.?) que
honra al héroe conquistador de la ciudad de Uruk: “Al gran Lugal, que cuando estalla
su viento es como el vapor que se escapa del vino hervido”. Aristófanes (s. V
a.C.) –¡cómo podía faltar el mayor de los pornógrafos!– hace varias alusiones
jocosas al timpanismo en Los caballeros;
antes citamos a San Agustín en su comentario sobre los juglares peadores; Dante, en
la Divina Comedia, entre los
horrores del Infierno describe a un demonio que “había de su culo, hecho
trompeta” y se valía de sus pedos para
atormentar a los condenados; en Gargantúa
y Pantagruel Rabelais imagina un monstruo
que emite flatulencias pestíferas; Shakespeare menciona al pedo en varias de sus piezas...
en Rey Lear dice “Que venga hacia ti
el viento que rompe las entrañas... ¡El viento rabioso!” El filósofo del Renacimiento francés Montaigne,
desarrolla toda una discusión sobre el pedo en La fuerza de la imaginación; un personaje de una novela de la serie
La tierra, de Emilio Zola, gana un concurso de peos; Francisco de
Quevedo le dedica el poemario Gracias
y desgracias del ojo del culo; de esa colección es el siguiente soneto:
La voz del ojo, que llamamos pedo
(ruiseñor de los putos), detenida,
da muerte a la salud más presumida,
y el propio Preste Juan le tiene miedo.
Mas pronunciada con el labio acedo
y con pujo sonoro despedida,
con pullas y con risas da la vida,
y con puf y con asco, siendo quedo.
Cágome en el blasón de los monarcas
que se precian, cercados de tudescos,
de dar vida y dispensar las Parcas;
pues en el tribunal de sus gregüescos,
con aflojar y comprimir las arcas,
cualquier culo lo hace con dos cuescos.
Esos versos son anticipatorios: en el s. XVII, Quevedo hace
en ellos una reflexión en clave satírica de la relación de “la voz del ojo” con
la vida y la muerte; un punto que doscientos y tantos años más tarde recibiría
atención del talento de Sigmund Freud; volveremos al asunto más adelante.
¿Y
qué decir del pedo y el amor, de la hermandad entre Crépitus y Cupido, el Eros
de los griegos? Su asociación es absolutamente natural; consideremos, en primer
término, que en el instante del orgasmo pueden exhalarse pedos, como
consecuencia de la tensión-relajación experimentada por el organismo íntegro en
la petit mort, metáfora referida a
ese acontecimiento trascendental para expresar la enervación espiritual y
física debido a la descarga de la fuerza vital; un estado de ánimo ocasionado
por la acción de la oxitocina que baña
el cerebro. Esos flatos, tanto en el
hombre como en la mujer, deben
ser motivos de satisfacción y orgullo por el placer que recíprocamente se han deparado,
¡jamás de vergüenza!
En
el extenso abanico de las parafilias, en la categoría de los fetichismos,
figura la petofilia, literalmente,
amor por los pedos, o activación de la sexualidad por el sonido o el aroma de los
flatos, o por ambas cosas. Hablando en términos sexológicos, sólo es fetichista aquel que tiene una fijación sexual en determinada cosa, o que “suplanta al sujeto por
el objeto”, como dice en los tratados de la materia; vale decir, la persona que
indispensablemente necesita del objeto-fetiche para responder sexualmente; en
tal sentido, a un fetichista de los flatos no le interesa la mujer, sino sus
pedos, y no obtiene satisfacción sexual con ella, sino con estos. Los
fetichistas representan un sector de cualquier población humana; el resto, la
generalidad de las personas, acepta estímulos de diversa índole en el marco de
sus juegos eróticos, sin depender de ellos; en realidad, todos somos un poco
fetichistas, por cuanto es rara la persona desprovista de algún interés especial de naturaleza erótica.
Es
un hecho que ciertos estímulos olfativos y auditivos activan la sexualidad; los
sensibles a los primeros son los rinofleristas (del francés renifleur) y
hay rinofleristas de las secreciones vaginales, de los perfumes, de los
excrementos, de los flatos, del olor de
los pies… de cualquier cosa que exhale
olor; los que se excitan como efecto de los sonidos, son los acustofílicos;
obsérvese que el pedo satisface
simultáneamente ambos sentidos, de aquí el alto aprecio rendido a él por
los eróticamente acicateados por a esas funciones naturales del organismo. Los
petoacustofílicos son aquellos interesados principalmente en su sonido: en la “música del
vientre”, como la llamó el psicoanalista
Ferenczi. En general, la animación erótica provocada por cualquier cosa
relacionada con el recto, se identifica en el lenguaje científico como
eproctofilia.
Petofílicos
o petófilos de ambos géneros, han existido por montones a todo lo largo de la
Historia, y entre ellos contamos con celebridades; Leonor de Aquitania (c. 1122-1204) fue una de ellas; la reina
hacía hartarse de alubias a sus amantes en una cena temprana, y en el encuentro
amoroso que venía después llegaba al delirio con sus irrefrenables explosiones
ventrales pestíferas. Il n´pas le amour
sinse pets, decía Leonor, sentenciosa. Hemingway no los despreciaba; una noche,
después del noveno martini en La bodeguita del medio de La Habana, se le
escuchó decir “¿Qué puede esperar uno al
momento de sacarlo, sino un pedo… ¡Bien recibido sea!” El protagonista Ulises de Joyce, Leopold Bloom, es un
típico disimulador de sus flatos a los que hace referencia Erasmo de Rotterdam;
el personaje se valía del aullido de las sirenas para ocultar los suyos; y no
sólo en sus ficciones fue escatológico el famoso dublinés; en su vida real, fue
un consumado rinoflerista del trasero femenino, al menos, del de su esposa,
Nora; en una de las numerosas cartas destinadas a ella, de publicación póstuma,
Joyce le recuerda su regocijo salvaje al “tirarte al suelo sobre tu suave vientre y
debajo de mí y cogerte por detrás, como
un puerco cabalgando a una cerda, regocijándome con propio hedor y sudor
que se alza de tu culo”…
Se ha llegado a estimar al pedo como la más elevada manifestación de
intimidad y confianza entre las personas, y es Quevedo, precisamente, el autor
de este
pensamiento: “Llega a tanto el valor de un pedo que es prueba de amor:
pues hasta que dos no han peído en la cama, no tengo por acertado
amancebamiento”; entre los petólogos no
hay la menor duda respecto al aserto quevediano; motiva discusión entre ellos, en
cambio, la calidad del pedo en el contexto erótico; según los ortodoxos, sólo
es “prueba de amor” si es tempestuoso.
Por cierto, atendiendo al tono auditivo de los cuescos, un teórico los
clasifica en tres categorías: el “débil”, sea explícito o disimulado; el último
es aquel que se suelta lentamente y sin ruido, típico de los ascensores
atestados … Otra clase es el staccato,
o tipo tambor de repetición, que se ejecuta con placer en la intimidad, y
finalmente, el de calidad superior, el pedo
“explosivo”, científicamente hablando: de esfínter abierto, que es de
temperatura más alta y más fétido, el peo del amor.
Viene a lugar una breve digresión referida al sonido de los pedos, cuya
causa fue un misterio de la fisiología
humana durante siglos; el tono sonoro depende de la conjunción de varios
factores: de la calidad de la materia depositada en el intestino grueso y en la
fosa rectal; de la configuración del canal anal y de la capacidad de vibrar de
dicha apertura; de la condición de las nalgas: relajadas o fruncidas; de la
contracción del músculo del esfínter y de la velocidad en la que discurra el
flato por el conducto.
Petronio de Almibara apunta que de
ser débil, “no es más que el suspiro de
un culo enamorado”, algo que manifiesta el sentimiento, sin tener poder para
hacer eclosionar la pasión; punto de vista con el que concuerda el ignorado vate
autor de los siguientes versos:
Sin pretender llegar a la estatura
del maestro Francisco de Quevedo
–noble cantor en soneto del pedo–,
intento yo también igual ventura:
La flatulencia complace al oído
y al olfato, con su noble aroma;
y nos hace reír, cuando es en broma;
pero además, servicio da a Cupido.
Estando la pareja en plena acción
refocilándose en acto amoroso,
se expresará con creces la pasión,
y el placer más intenso y sabroso
¡si en ese instante un pedo poderoso
pone de manifiesto su emoción!
Al
analizar el papel del pedo en el
erotismo, otra vez aflora la dualidad del fenómeno fisiológico que nos ocupa. El
flato es paradójico, tiene la rara virtud de significar valores opuestos, según
la intención de la persona emisora y su contexto sociocultural; reseñamos antes
que tanto puede expresar repugnancia como aceptación, y desgratificación como
satisfacción; en el ámbito de lo erótico también es bifronte, como Jano, el
dios romano de los comienzos y los
finales; se vincula con el amor, vero principio de la vida, y con su
terminación, la muerte.
Freud
advirtió el lazo profundo entre el pedo y la vida (Eros) y su contradicción con
la muerte (Tanatos); estableció el padre del Psicoanálisis que el falo representa
la generación, ergo, la vida, y que el flato es un símbolo fálico pero
en sentido inverso, porque en vez de entrar, sale; de aquí que en la agonía –Freud
dixi– una ventosidad sea señal de
esperanza: demuestra que todavía queda aliento.
Y
en este punto es imprescindible referirnos a aspectos de la obra freudiana
prácticamente desconocidos: su quehacer lírico y su vena humorística, por cuanto, como lo hicieran en sus días los
filósofos griegos, escogió la forma poética para consignar el pensamiento
expuesto supra, y lo hizo dándole a
sus versos un vuelco jocoso, creando lo que prácticamente es un gracioso
chascarrillo, mediante dos de los mecanismos de formación del discursos
humorístico que estudia en El chiste y su
relación con el inconsciente: lo grotesco y el remate insólito de lo
narrado.
La
evidencia es un poema de su autoría, que él calificó de balada eroticotanática a imitación de Heine; se siente en ella la
presencia de Francisco de Quevedo como fuente de la inspiración, tanto de la
reflexión científica, como de su transfiguración poética; recordemos la
admiración rendida por el eminente psiquiatra al llamado en uno de los
numerosos libelos destinados a difamarlo “doctor en desvergüenzas, licenciado
en bufonerías, bachiller en suciedades, catedrático de vicios y protodiablo
entre los hombres”, cualidades estas, precisamente, en las que Freud veía un
genial ejemplo de insurgencia volitiva del ello
contra las fuerzas represivas del entorno social introyectadas en el superego. Terminemos esta Apología
con esa balada.
Flatos de amor y
muerte
Sabed
vosotros, damas y caballeros,
que tratándose del deleite de Eros
vale el flato
tanto como el abrazo
y como el beso, pues consagra el lazo
de intimidad que liga a los queridos
sin miedos ni pudores constreñidos.
Sigamos, sin el menor complejo,
este analítico sensato consejo:
Al
estar encamados los amantes
al loco amor entregados, delirantes,
suelten,
¡cual veloces torpedos!
los pestíferos y atronadores pedos.
Pero el pedo, compañero de Eros
en sus ternezas, en sus encuentros fieros,
en sus deleites, en sus arrebatos:
también, a veces, hace burla a Tanatos.
Agonizante
el enfermo terminal,
–situación asaz dramática y fatal–,
aportará una pizca de esperanza
si acaso, de su estragada panza
deja escapar un pedo resonante,
de
esos, de hediondez sofocante.
Por cuanto ya, en postrera ocasión
no existe la menor represión.
Dirá entonces a medias sonriente
retardando su agonía el yacente:
“¡Todavía me queda un hálito de vida!
¡No ha
llegado el fin de la partida!
¿Habéis oído,
hijos míos, el peíto
que he dejado salir por el chiquito?”[2]
(Traducción del alemán de
R.M.)
Ω
[1] La Criptopornología tiene como
objetivo descubrir contenidos
escatológicos ocultos en obras literarias y de arte en general; es una
rama de la Pornología, ciencia fundada por el doctor Otto Kleis-Hobba
(1880-1963); su principal centro de actividad mundial es la Escuela de Extraños
Estudios Literarios, U. de Torr. L. Rizzo es investigador asociado de esa
institución.
[2] Con el término “chiquito”, equivalente a culito en castellano de habla
vulgar, el traductor pretende respetar el espíritu del autor, cuyo propósito
evidente es darle un viraje humorístico al poema en la última estrofa, y en
particular, en el último verso, por cuanto escribe der Pope, asimismo equivalente a culito en alemán coloquial, en
lugar de utilizar vocablos cultos para designar esa parte de la anatomía en su
idioma: der Arsch o der Hinter.